Las emociones están en el centro de los procesos educativos
Durante los últimos años ha cobrado fuerza la idea de que sólo experimentando emociones de las llamadas positivas se puede aprender. En unas pocas décadas hemos pasado de “la letra con sangre entra” a “sólo si estamos alegres o entusiastas aprendemos”. ¿Cuál es la razón de un giro tan radical? ¿Estamos frente a un cambio de perspectiva que descansa sobre hallazgos empíricos o se trata más bien de una nueva moda educativa?
Como examinaré a continuación, la investigación científica da cuenta de la existencia de relaciones más complejas, entre procesos afectivos y cognitivos, que lo que el actual acervo popular propone. Por ejemplo, hoy sabemos con base en evidencia empírica, que la alegría en altos niveles de intensidad puede ser un factor que nos haga pasar por alto detalles importantes de un problema al momento de intentar su resolución (Choliz, 2005). El exceso de motivación no es un buen amigo de las tareas complejas (Anaya-Durand y Anaya-Huertas, 2010).
¿Es falso, entonces, que las emociones positivas son los únicos motores eficientes del aprendizaje? ¿Es verdad que no es posible aprender si estamos asustados, enojados o en otro tipo de emociones negativas?
A continuación, examinaré dos situaciones educativas relatadas por docentes con el objetivo de desmenuzar el problema anterior y proponer una respuesta frente al mismo.
Caso 1: Emoción de rabia relatada por Francisco, profesor de lenguaje en secundaria.
Yo a veces veo niños que están “hasta el cuello” en muchas cosas. Que tienen muchos problemas que traen de la casa, que les provocan rabia. Entonces, es imposible que te pongan atención para que, por ejemplo, entiendan qué es una figura literaria.
Caso 2: Emoción de rabia descrita por Carmen, profesora de filosofía en secundaria.
Cuando los alumnos se enfrentan a un nuevo tema en filosofía, hay algunas veces en que les produce rechazo, molestia. Te dicen, “no, eso no puede ser”, porque estás diciéndoles algo que es contrario a lo que ellos creen. Esta molestia es un fenómeno natural y que es deseable que ocurra, porque forma parte del aprendizaje. Pone al alumno en activación, y es, digamos, el comienzo del aprendizaje.
Los relatos anteriores refieren a situaciones educativas en las cuales se encuentran presentes emociones de valencia negativa, un tipo de afectividad que, de acuerdo con el sentido común imperante, es siempre un obstáculo para aprender. Curiosamente, desafiando las creencias populares existentes sobre este tema, los casos expuestos dan cuenta tanto de efectos perniciosos sobre el aprendizaje (caso 1), así como también de resultados favorables (caso 2). ¿Cómo se explica esta aparente contradicción? Examinemos cada caso en profundidad.
Caso 1: “Las emociones como contexto de los procesos de aprendizaje”.
Toda situación educativa se encuentra siempre “rodeada” de aspectos emocionales que actúan como contexto de la misma. De un modo similar al entorno físico en el cual el aprendizaje se produce, que contiene condiciones tales como la calidad de la luz o la temperatura existente en el aula, las emociones pueden ser entendidas como parte del contexto mental en el cual el aprendizaje sucede (Eich, Kihlstrom, Bower, Forgas y Niedenthal, 2003). Cuando esto ocurre, las emociones se transforman en variables que influyen de distintas formas en el proceso de aprender, dependiendo siempre de su valencia. Así, en términos generales, nos es más fácil aprender si estamos moderadamente alegres, o, por otro lado, como señala Francisco, resulta difícil comprender algunas ideas si tenemos problemas que nos desaniman o causan rabia. Existen numerosos antecedentes en la literatura científica que dan cuenta de este tipo de vínculos. Por ejemplo, sabemos que la rabia produce obnubilación y dificulta la ejecución eficaz de los procesos cognitivos. Respecto del miedo, en cambio, tenemos antecedentes que muestran que este estado reduce el campo perceptivo al estímulo temido exclusivamente (para un análisis sobre este tipo de relaciones ver Choliz, 2005).
Se trata de relaciones que resultan muy intuitivas, y por lo mismo, son las que con mayor frecuencia identifican los docentes cuando se investiga sobre sus concepciones sobre el tema (Bächler y Pozo, en prensa). Una clave para entender la razón de lo anterior, se encuentra en el hecho de que, en estos casos, las emociones son fácilmente distinguibles, puesto que tienen su origen en un “lugar” distinto al contenido de aprendizaje que se trabaja en un momento determinado. Como en el caso de Francisco, cuyos alumnos vienen enojados desde casa, los alumnos podrían encontrarse tristes debido a conflictos con amigos, o asustados por la obligación de tener que obtener una buena calificación en ciencias. A pesar de ser de un tipo de relación que entronca de muy buena forma con el sentido común, existe otra clase de conexión entre las emociones y el aprendizaje que, aun cuando resulta menos intuitiva, es necesario analizar para tener un panorama más completo.
Caso 2: “Las emociones como centro de los procesos de aprendizaje”.
Como afirmaba Carmen, la profesora de filosofía que nos relataba su experiencia con la molestia de sus estudiantes cuando se les presenta una idea contraria a sus creencias, hay otro tipo de vínculos entre las emociones y los procesos educativos. Este corresponde, en palabras de nuestra maestra, a un tipo de situaciones en las cuales, la emoción “pone al alumno en activación, y es, digamos, el comienzo del aprendizaje”. Es interesante constatar que este punto de vista se encuentra en consonancia con diferentes datos provenientes de las neurociencias que nos hablan de una estrecha imbricación entre emociones y procesos cognitivos en el cerebro (Duncan y Barrett 2007, Gu, Liu, Van Dam, Patrick y Fan, 2012). El mejor ejemplo de esto se encuentra en los estudios que ha llevado adelante el neurocientífico portugués Antonio Damasio, quien ha demostrado empíricamente que las emociones se adelantan a la toma de decisiones consciente. En palabras de Damasio (2010):
“Una sensación visceral puede hacer que uno evite tomar una opción que, en el pasado, ha tenido consecuencias negativas, y puede hacerlo antes que nuestro propio razonamiento regular.” (pág. 143).
En este caso, no se trata de que la emoción “acompañe” el proceso cognitivo que se despliega, sino que por el contrario, forma parte central de éste, puesto que constituye el núcleo a partir del cual razonamos. Debido a lo anterior, las emociones, o de forma más genérica, los estados afectivos pueden ser el centro o el “motor mismo” de los procesos de aprendizaje. A diferencia del Caso 1, que describía una situación en la cual las emociones son meros acompañantes de los procesos de aprendizaje, en este caso, las emociones son aprendizaje, puesto que se comportan como una forma de evaluación o conocimiento implícito respecto de lo que ocurre (Ortony, 2008; Solomon, 2007). Además, cuando las emociones operan como centro de los procesos de aprendizaje, su valencia es una dimensión hasta cierto punto irrelevante, puesto que se puede aprender tanto de la rabia, la tristeza, el miedo o cualquier otra emoción de “tono” desagradable.
Síntesis y Reflexiones finales
Hemos visto que las emociones juegan al menos dos clases de roles respecto del aprendizaje, que podemos clasificar en “emociones como contexto” y “emociones como centro” (Bächler y Pozo, 2016). No hay contradicción ninguna entre ambas clases, sino que se trata de modalidades complementarias de funcionamiento, aun cuando en nuestra cultura educativa suele apreciarse más fácilmente el rol de las emociones como contexto. No obstante, algunos antecedentes de investigación sugieren la conveniencia de comenzar a relevar “el otro lado de la moneda”. Por ejemplo, un reciente estudio realizado en contextos universitarios, encontró que en aquellos casos en los cuales se promueve una educación que considera las emociones como centro, se lograría un mayor impacto en términos del desarrollo emocional de los estudiantes durante la formación (Bächler, Meza, Mendoza y Poblete, 2020). Por otra parte, en el ámbito escolar, existe evidencia que da cuenta de una estrecha relación existente entre este tipo de enfoque y la adhesión a perspectivas constructivistas acerca del aprendizaje (Bächler y Pozo, en preparación).
Es probable que para avanzar en la dirección anterior, resulte necesario revisar algunos postulados de enfoques como el de la inteligencia emocional. Esta perspectiva, se ha transformado, según Menéndez-Hevia (2018), en el paradigma hegemónico para la consideración de las emociones en los procesos educativos, dificultando la emergencia de otras “miradas” que destacan que la emoción es también el comienzo del aprendizaje y no sólo su acompañante. Además, el paradigma de la inteligencia emocional suele traducirse en la realización de cursos sobre emociones en el sistema educativo, dificultando la comprensión de que, dada la indisociabilidad existente entre procesos cognitivos y afectivos en el cerebro (Pessoa, 2013), toda educación es siempre un fenómeno emocional por lo que es necesario integrar de una forma transversal las emociones en el currículum escolar.
Finalmente, quiero expresar que me he centrado en analizar el rol de las emociones sobre el aprendizaje de aquellos contenidos “duros” del currículum, dejando de lado otros asuntos como el desarrollo de las habilidades sociales y la gestión de las emociones en el aula. Lo he hecho así conscientemente, puesto que considero que este último problema depende del primero. Una educación que considera que no existe dicotomía entre aprendizaje y emoción, o lo que es lo mismo, que todo aprendizaje es emocional fomentará de forma natural el desarrollo integral de sus estudiantes sin que sea estrictamente necesario hablar explícitamente de emociones.
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