Lunes, 23 Noviembre, 2020

La motivación -o mejor dicho su ausencia- suele ser el enemigo público número uno de los docentes. Y más aún en estos tiempos difíciles de pandemia, mascarillas, distancia física y pantallas. De hecho, desde la Educación Infantil a la Educación para Adultos, motivar y gestionar las emociones es lo que más preocupa a los docentes (ver figura 1) cuando se trata de mejorar el aprendizaje de sus estudiantes en este regreso semipresencial a las aulas, en el que no solo hay que conseguir que conecten sus dispositivos en tiempo y forma sino sobre todo que los propios estudiantes estén conectados a cuanto sucede en el aula, sea real o virtual. 

Figura 1. Cuestiones vinculadas con el aprendizaje que más preocupan a los docentes para el curso 2020/21 (en %). (Según Trujillo Sáez et al., 2020).

Pero si la educación durante la pandemia ha hecho aflorar de forma más acusada los riesgos de esa desconexión, de ese desinterés, el problema viene de atrás. Es, de hecho, una enfermedad endémica de nuestra educación que, como tantas otras (la desigualdad creciente, la falta de integración de las familias en la escuela o la ausencia de una cultura digital en los centros) la crisis de la COVID-19 solo ha desvelado o desnudado (Pozo, 2020).

La investigación tanto psicológica como educativa lleva décadas mostrando que sin motivación no hay aprendizaje, al menos consciente o intencional (Pozo, 2008). O sea, solo quien quiere aprender o cambiar, aprende o cambia. Hay por tanto motivos sobrados para compartir la preocupación de los docentes. Y para esforzarnos para buscar motivos para que los estudiantes aprendan más y mejor.

¿Por qué se ha extendido tanto la desmotivación en la educación? Algunas profesoras veteranas recordarán con cierta añoranza otros tiempos en los que no había tantos alumnos desinteresados, aburridos en sus clases, tiempos en lo que esos estudiantes se esforzaban en completar las tareas, en los que no replicaban “y esto para qué sirve”, “por qué tengo que hacerlo”, en los que, además, las familias contribuían a mantener mayores niveles de exigencia y esfuerzo en los estudiantes. Pero no debemos añorarlos tanto, aquellos eran tiempos de educación selectiva, excluyente, en los que los estudiantes y las familias que menos sintonizaban con los valores del sistema educativo (el conocimiento abstracto, la disciplina del estudio, pero también la educación como ascensor social) eran tempranamente excluidos.

Entonces se estudiaba sobre todo por motivos que los psicólogos llaman extrínsecos (Alonso Tapia, 2005; Covington, 1998): es decir para lograr metas ajenas al propio acto de estudiar, para obtener un premio social, un refuerzo, para tener éxito, y no tanto para aprender. En ese modelo de motivación extrínseca la meta no es tanto aprender cómo superar los desafíos que el propio sistema plantea y seguir avanzando en él. El ejemplo de la EVAU es muy claro: los y las estudiantes que la afrontan se esfuerzan mucho, pero no porque quieran aprender, sino porque quieren obtener la mejor nota posible, quieren tener éxito (de hecho, en unas semanas, si no días, olvidan con facilidad casi todo lo estudiado, lo cual implica un aprendizaje de baja calidad, ver Pozo, 2008, 2016). 

Si preguntáramos a los profesores seguramente ese último curso de Bachillerato es en el que más fácil resulta gestionar la motivación de los estudiantes y por tanto en el que muchos docentes se sienten más cómodos. Sería incluso el único curso en el que se podría llevar a cabo una enseñanza virtual con la seguridad de que los estudiantes están realmente conectados. Pero esa lógica selectiva de la EVAU (que sigue siendo para todos la “selectividad”) es insostenible en el resto de los niveles y etapas educativas, que se apoyan más en la lógica de la inclusión. Al menos sobre el papel, se trata de no dejar a nadie atrás, y menos aún a los más desfavorecidos, que suelen ser también los más desmotivados.

¿Qué hacer entonces para recuperar la motivación perdida? Hay quienes sostienes, más desde las aulas o la política educativa que desde la investigación, que para que los alumnos se motiven hay que recuperar aquellos niveles de exigencia y esfuerzo supuestamente perdidos. Es la llama “cultura del esfuerzo”, según la cual si exigimos más a nuestras alumnas en lugar de permitir que se relajen, lograremos que se esfuercen y estudien más. Pero esta idea simple (“a más exigencia, más esfuerzo”) como casi todas las ideas simples, no es cierta porque la motivación es un proceso psicológico bastante complejo, en el que no solo cuenta la importancia del éxito sino también la probabilidad que el aprendiz percibe de lograrlo. Si aumentamos la exigencia habrá más estudiantes que en efecto se sientan incapaces de lograr ese éxito y por tanto renunciarán a un esfuerzo no recompensado, con lo que, dado no pueden ser excluidos como en otros tiempos, tendremos más alumnos desconectados en las aulas, en lugar de menos. La cultura del esfuerzo, defendida desde ciertos púlpitos políticos y educativos para promover la motivación, no tiene sustento científico (Pozo, 2016).

Pues si exigir más no funciona, hay quien piensa: probemos lo contrario. Para que los estudiantes se conecten y se motiven creemos espacios de aula más confortables para ellos, mejoremos el “clima del aula”, promovamos emociones positivas y lograremos que se sientan más a gusto en el aula y así se motivarán más. Dado que sabemos que sin emociones no hay aprendizaje -en las aulas, pero también en la familia, en las redes sociales, e incluso en todas las especies animales, todos aprendemos movidos por nuestras emociones- (Pozo, 2016), no está de más promover el aprendizaje desde emociones positivas (deseo de aprender, satisfacción de lograr nuestras metas, sentido de pertenencia, de ayuda mutua, etc.) en vez de sustentarlo en el miedo al fracaso como sucede en la llamada “cultura del esfuerzo”. Pero lo cierto es que no basta con inducir un ambiente positivo en las aulas para generar motivos para que aprendan lo que deseamos que aprendan. Aprender requiere de hecho esforzarse, afrontar retos, superar errores, perseverar ante las dificultades, en suma, gestionar no solo emociones positivas sino también negativas (frustración, ansiedad, el sabor amargo de la incertidumbre y la duda, etc.). Está bien introducir elementos lúdicos, divertidos en el aula, ya sean películas, videojuegos, blogs, o páginas web, pero ello no les hará aprender más si con ello no inducimos cambios en sus metas, en las razones por las que deben esforzarse. Es ahí donde reside el verdadero cambio en la cultura de la motivación que debemos impulsar como docentes.

Desde su etimología, motivar implica moverse hacia algo, dirigirse a una meta. Ya hemos visto que tradicionalmente la meta de muchos alumnos, gestionada directamente por sus profesores a través de la evaluación, ha sido tener éxito, no fracasar, porque ese fracaso suponía la exclusión del sistema educativo. Aún hoy muchos alumnos siguen orientándose a esas metas pragmáticas (“esto no lo estudio porque no va a caer en el examen”). Sin embargo, una educación comprehensiva, como la que necesita la sociedad del Siglo XXI, orientada a la formación de personas competentes, capaces de usar el conocimiento para tomar decisiones en su vida diaria o profesional, debe ayudar a nuestras alumnas a gestionar más bien metas epistémicas, dirigidas a responder a las preguntas e inquietudes que sin duda tienen. Motivar es ayudar a dar sentido al mundo que les rodea, en suma, a reconstruir su propia experiencia personal y social. Solo entonces el conocimiento tendrá un valor en sí mismo y los estudiantes se moverán por motivos intrínsecos (Alonso Tapia, 2005; Covington, 1998).

Motivar es ayudarles a construir nuevas metas, partir de sus inquietudes y sus preguntas para reconstruirlas. Parece razonable que a los adolescentes no les interesen en principio ya sea los alelos, las características de las sociedades feudales o La Celestina o hacer cálculos de probabilidades, pero seguro que tienen preguntas (sobre la herencia de rasgos familiares, de enfermedades, o sobre si son posibles los clones que han visto en una película; tal vez podamos conectar con sus series favoritas para a partir de ellas entender esas sociedades feudales, o podamos hacer cálculos que les ayuden a responder a preguntas que realmente les interesen). Partamos de sus preguntas, o hagamos preguntas que resquebrajen sus certezas, que les inquieten. Motivar es también inquietar, romper una inercia. Pongámosles en movimiento, que salgan en busca del conocimiento que les ayude a encontrar respuestas a las preguntas que les inquietan. Devolvamos al conocimiento su función natural, haciendo preguntas con sentido antes de proporcionarles repuestas que, sin esas preguntas, no necesitan.

Decía Guy Claxton que motivar es cambiar las prioridades de una persona. Pero no podemos ni debemos cambiar esas prioridades directamente. Lo que podemos hacer es diseñar actividades para que sientan la necesidad de cambiar sus intereses, de los más inmediatos o pragmáticos, aquí y ahora, a construir nuevas metas epistémicas, orientadas al verdadero aprendizaje, que trasciendan sus intereses iniciales, y así lograr que sientan el deseo de aprender lo que en principio no creían necesitar.

¿Tienen tus estudiantes motivos para aprender?
30 de noviembre de 2020

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Autor/a/es/as: 
Juan Ignacio Pozo
Juan Ignacio Pozo
Juan Ignacio Pozo

Juan Ignacio Pozo es profesor de Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid. Investiga el la adquisición de conocimiento y las estrategias de aprendizaje y enseñanza en diferentes niveles educativos (sobre todo en Educación Secundaria y Universidad) y áreas del currículo (ciencias, historia, geografía, música, filosofía, etc.). En estos tiempos de educación confinada ha emprendido diversos estudios sobre el uso de las tecnologías digitales en la enseñanza.

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